El lado rojo de la fuerza - Skinheads Antifascistas
La siguiente nota fue publicada por la Rollling Stone por Alejandro Seselovsky(nº 94 -Año 8) en Enero del 2006, los invitamos a ustedes a que saquen sus propias concluciones sobre los hechos sucedidos el 12 de junio del 2005.
Allá, a noventa metros –que ahora son ochenta y siete que
ahora son ochenta y cinco–, vienen caminando los dos muchachitos atragantados
de propaganda, con las caritas malas, los borceguíes ajustados, los pantalones
camuflados para una guerra comprada en El Mundo del Juguete.
Ahí vienen los dos, por Diagonal hacia la Plaza de Mayo,
buscando unirse al resto de los skinheads neonazis que están parados en la
puerta de la Catedral de Buenos Aires para repudiar, junto a lo más simpático
de la ultraderecha católica argentina, a todos esos gays-lesbianas-travestis
que ahí enfrente festejan otro día de orgullo.
Ahí, a cincuenta metros –que ahora son cuarenta y ocho que
ahora son cuarenta y cinco–, vienen Rambito y Rambón a los 16 años, listos para
aguantar, seguros de sí mismos, caminando marciales sin sospechar que en la
esquina de Diagonal y Bolívar, Tuqui los espera con una Quilmes Bock de litro
en la mano y una manopla de hierro en el bolsillo. Treinta metros. Tuqui me
dice: “Quedate atrás”. Veinte metros. Tuqui espera y relojea. Diez metros. Por
fin los veo bien. ¡Dios, son dos nenes! Cinco metros. Tuqui les sale al cruce.
Un metro: Rambito y Rambón se encuentran inesperadamente con el enemigo.
Uno, el más petiso, un morochito que parece salido de un
pool de Aldo Bonzi y no obstante lo cual cree fervientemente en la supremacía
de la raza aria, se come una patada en el hígado, trastabilla, se repone,
corre, escapa; cuando pasa frente a mí, veo que lleva el susto en la cara. El
otro, más alto, no espera su turno y corre de entrada. Se le van a Tuqui, que
los sigue unos pocos pasos al grito de “¡Rajen de acá, nazis de mierda!”. Y
corona la jugada revoleándoles la Quilmes Bock, que baja rápido, creo que
porque le quedaba la mitad. El crash del vidrio contra el piso alerta a los
productores de un comercial de BMW que creyeron que el sábado 19 de noviembre
iba a ser un día tranquilo para filmar en la zona. También alerta a la policía.
Cuando el cana se acerca en su moto hasta la esquina donde seguimos parados, me
doy cuenta de que ya no seguimos, sigo yo. Tuqui, el pelo rapado, remera negra,
ganas de reventar fachos en donde pueda, ya desapareció. Yo me quedo pensando
que después de dos meses de andar con ellos, es la primera vez que veo a un
sharp en acción.
Tuqui, el Mono, el Moko, el Negro, Mariano, Rodrigo, María,
Sofía son algunas de las caras argentinas de un movimiento que, desde finales
de los 80, se conoce en todo el mundo como sharp, que quiere decir Skinheads
Against Racial Prejudice, que quiere decir Skinheads contra el prejuicio racial,
que podría también querer decir skinheads de los otros, antinazis,
antifascistas, skinheads que no son lo que los medios masivos y el imaginario
social vienen desde hace tiempo llamando skinhead.
La confusión se desvanece con diez minutos de revisión histórica,
de comprobarlo cara a cara. El mayor problema que tienen algunos tipos sociales
más o menos establecidos (un pelado con borcegos es siempre un filonazi, por
ejemplo) es que esos diez minutos no llegan nunca y entonces, ya saben: un
pelado con borcegos es siempre un filonazi. Así lo repiten las generaciones de
movileros y cronistas, y así se va enquistando el desdibujo que un día se
vuelve dibujo pleno sin contrahistoria. Por eso, si les parece, vayamos por
esos diez minutos de documentación elemental y les prometo que después
seguimos.
Había una vez un país que se llamaba Jamaica. Este país
logró independizarse en 1962 y, cuando lo hizo, se quedó solito con toda la
exclusión y la miseria que su madre patria le había heredado. Había también
otro país, uno que se llamaba Inglaterra. A este país le iba bastante mejor,
pero también tenía, como Jamaica, una cosa que se llama working class. En los
barrios obreros del país Jamaica nacieron grupos de jóvenes negros medio mal
llevados, un poco enojados con el estado de las cosas y que escuchaban una
música de guitarritas veloces a la que le decían ska. Después las guitarritas
no fueron tan veloces, se les coló algo de calypso y ahí le empezaron a llamar
reggae. Eran los rude boys (chicos rudos) que después de comprobar la imposible
construcción de su futuro, se fueron a vivir al país llamado Inglaterra. Ahí se
encontraron con su pares, los mods, chicos blancos de los barrios bajos que
tampoco eran gente muy conforme y que escuchaban soul y rhythm & blues. Los
rude boys y los mods (algunos, más radicales, se hacían llamar hard mods ) se
hicieron muy amiguitos y empezaron a prestarse sus discos y su hastío del
mundo. Entrados los 60, escucharon algo de un movimiento blandengue en su
felicidad comunitaria que se hacía llamar hippie. Parece que estos hippies
usaban el pelo largo, así que los rude boys y los mods, para reaccionar contra
tanto poder floral, se raparon las cabezas. Y empezaron a llamarse skinheads.
Tiradores, cierto cuidado por la ropa, motos scooters
–Vespas–, pelo muy corto y música negra compusieron lo que se conoció como el
Spirit of 69. Quedan ustedes entonces frente a la constatación del skinhead
original y su nacimiento, producido por el cruce de dos culturas. O de la
cultura de dos razas, como prefieran.
Y sí, la pregunta es inevitable: ¿cómo es que un sujeto
social mestizo, mitad blanco y proletario, mitad black power, termina dos
décadas más tarde tatuándose una esvástica y reclamando pureza en la
pigmentación? La explicación es política.
En la segunda mitad de los 70, el skin, que hasta entonces
había mantenido su inconformidad social pero sin intervención política directa,
se vio interpelado por la irrupción del punk, y se radicalizó. Algunos partidos
de la extrema derecha europea vieron la oportunidad de un reclutamiento en masa
y salieron a cazar pelados con ganas de romper cosas. El ultra reaccionario
National Front, de Inglaterra, fue el más eficaz. Durante todos los 80, buena
parte del movimiento skinhead mundial tomó el desvío hacia el
nacionalsocialismo. Detrás, el pulso mediático, multiplicándolo, terminándolo
de construir.
Es probable que sin mods y sin rude boys en los 60, Pablo no
hubiera podido producir el encuentro y yo no hubiera conocido la media docena
de sharps criollos que finalmente conocí, ni estaría ahora charlando con ellos
en una calle trasera del Parque Centenario.
La verdad, no creí que fueran a venir. Hubo que esperarlos
un rato. Esperarlos y darles algunas garantías: cierto cuidado sobre la
identidad, por ejemplo. Desde el crimen de Iván Kotelchuk, asesinado de cuatro
puñaladas la madrugada del 12 de junio en la puerta de un bar sobre Avenida de
Mayo, los sharps andan con cautela, no pintan, no agitan. Uno de ellos, Ariel
Pardal, fue señalado como el asesino.
Se han dicho y publicado muchas cosas de ese crimen. Algunas
quedaron en la causa. Otras, no. Como sea, una reconstrucción elemental podría
señalar que aquella noche, cerca de allí, tocaba Comando Suicida, una banda que
nació punk y con bajista judío pero que después le empezó a gustar mucho lo que
decía Seineldín y ya no fue más punk, y se hizo nazi, y ya no tuvo más bajista,
no uno judío. Que la Terror Crew, un grupo sharp, fue a pudrir el concierto.
Que Ariel Pardal comandaba la Terror Crew. Que cuando vieron a Kotelchuk lo
creyeron un skin NS (nacionalsocialista). Que la Terror Crew había prometido al
menos un nazi apuñalado. Todo eso dijeron, aunque lo único probado e
irrevocable es que Iván Kotelchuk, un chico de 19 años que se había cortado el
pelo al ras después de conseguir un puesto en la línea de montaje de la
Merdecez-Benz, murió desangrado junto a la escalera del Dark, Avenida de Mayo
912. Y que hoy Pardal vive en una celda del penal de Ezeiza, procesado en una
causa caratulada como homicidio agravado por ataque en grupo y que contempla
penas de hasta 25 años.
Salimos del Parque, caminamos en banda. “Ariel no lo mató”,
dice alguien y ya. La intención será no volver sobre la cuestión.
A la vuelta del Centenario, los culos en la vereda, las
espaldas contra la pared, junto a un supermercado chino que vende las Brahma no
muy frías, con un porro lechugón y de sabor terroso mojándose entre las bocas
de todos, el grupo se relaja.
El grupo. El Negro, Juan Carlos V., metro noventa y cinco,
luchador de Vale Todo, editor –a mitad de los 90– de Golpe Justo, el primer
fanzine skinhead antifascista de la Argentina. ¿Esto lo convierte en el pionero
de los sharps locales? Un poco, sí, lo convierte. Hacer un zine en la era
analógica del correo postal era complicado, pero el Negro trabajaba por
entonces en el Correo Central, y zafaba las estampillas que le servían para
comunicarse con los sharps del mundo. Fue el comienzo.
El Negro explica que está medio alejado del movimiento skin,
que está haciendo apicultura en su casa de José C. Paz, y que a los 30 se
siente un poco cansado. Militó en el Movimiento de Trabajadores Desocupados
(MTD) Aníbal Verón con Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, y, por tratarse
de un skinhead que viene del bardo callejero, es un intelectual. Piensa en
términos de política estructural y sus intereses no se agotan en ponerle un
borceguí en la cara a un nazi de Belgrano. “Si yo sé que rompiéndote la cabeza
te cambio las ideas, voy y te rompo la cabeza. Pero la verdad, la violencia no
sirve de mucho. Antes de ponerme a preparar un combate contra los fachos
prefiero ponerme a preparar un fanzine.” Mientras el Negro habla, se me ocurre
que los luchadores de Vale Todo no deberían tener esas inflexiones amables en
la voz, ni una sonrisa todo el tiempo cruzándoles las caras. Pero el pibe es
así, adonde va lleva la estampa gaucha de un morocho tranquilo. Tiene la cara
de los tipos que frenan en las esquinas para dejarte pasar y tal vez lo haría
si tuviera auto, pero apenas si tiene trabajo.
–¿De qué estás laburando ahora?
–Hago maquetas de canchas de fútbol y las vendo por
Internet: 150 cada una.
–¿Te va bien?
–Zafo.
–¿Cualquier cancha?
–La que quieras.
El fútbol y la cerveza son dos elementos constitutivos de la
identidad proletaria del skin. En la puerta del chino, la cerveza se está
acabando, y el Negro en un rato se va para San Martín, a ver a Chaca.
Al lado del Negro está el Mono: un hombre breve, la cara
india, los pómulos fuertes. “El Negro es mi hermano, mi compañero más cercano”,
dice. Tiene 28 años y se vino desde Hudson, su barrio. Hasta hace un tiempo
trabajaba en un lavadero donde ganaba 16 pesos por día, pero se peleó con el
dueño. Ahora está viendo. Habla con cierta velocidad y en el cuello, debajo de
su oreja derecha, lleva un tatuaje que dice “Oi!”, así, las dos letritas y el
signo de exclamación, pero no es una invitación a escuchar a nadie. El Oi! es
un sub género del punk nacido en las calles del East End y del Hersham, dos
barrios bajos de Londres, que se propone relatar la vida obrera del trabajador
oprimido y que mezcla birra con bardo con fútbol con birra con violencia con
birra con el barrio con los amigos con birra con el empleo con el empleador con
la opresión social con birra con vamos todos a la cancha y después nos tomamos
una birra. 2 Minutos vendría a ser algo así como la banda del Oi! argentino y
si los sharps se pusieran a armar su canon, no debería faltar algo de punk Oi!
Espíritu Callejero es, por ejemplo, una banda de punk Oi! Su
bajista, Mariano, tiene 30 años, vive en Quilmes, es despachante de aduana y
ahora, en la ronda, la piel le brilla en toda la cabeza. Lleva puesta una
remera del Manchester United y entre sus hazañas ideológicas se cuenta haber
convencido a su hermano de que no se inscribiera en la policía. Dice: “Es
cierto, estamos desperdigados por todo el conurbano, pero los sharps tenemos un
sentimiento de hermandad que los fachos no tienen. Y nuestra lucha antifascista
es hasta el final”.
De pie, la cerveza en la mano, está Rodrigo, 28 años, metro
ochenta de cuerpo macizo; la cabeza, una impecable bola lustrosa; los ojos
negros y cierto filo en la mirada; baterista de Espíritu Callejero, operario en
una metalúrgica de Parque Chacabuco y novio de María. Al lado, María, la
primera skin girl que veo en mi vida: hija de un militante montonero, lleva el
tatuaje de un skinhead crucificado en su brazo izquierdo y el corte skin girl:
la corona de la cabeza rapada con un centímetro y medio de pelo, y el resto,
las mechas, el flequillo, cayéndole largo sobre la cara. Rodrigo y María se
besan, se agarran de la mano, son una linda pareja skin-tortolitos.
Lástima, hoy no vino Sofía, amiga de María y Rodrigo y
Mariano, a quien vamos a conocer dentro de unas semanas en un ensayo de
Espíritu Callejero se va a dejar sacar unas fotos y va a contar que antes era
punk, que ahora es skin girl, que la expulsaron del colegio María Auxiliadora,
que a las monjas no les gustó que le pusiera punteras de acero a sus
guillerminas.
Pero eso dentro de unas semanas. Ahora, ahí todos, de cerca,
bien mirados, son un ángulo de la violencia en los últimos escalones de las
capas medias. Están lejos, lejísimos, del cachimba que entiende la vida en
términos de zapatillas y que se compra una bolsa para estar pila pila. Se
sienten, en cambio, comprometidos con algo, en este caso menos con un fervor
activo en favor de una ideología que podrían creer correcta que con el
antagonismo continuo que los lleva a vivir para combatir el pack delirado de la
cosmovisión nacionalsocialista. No son pro, son anti. Un grupo de antis que
toman cerveza en la puerta de un chino frente al Parque Centenario.
Dice el Negro: “Los boneheads no son el enemigo, apenas son
un estorbo. Los pendejos nazis se comen la película de la pandilla, pero
después se ponen de novios y se olvidan de ir a pelear”.
Dice el Mono: “En la villa, si ven un pelado creen que es un
nazi y no se dan cuenta que los skins compartimos con ellos el origen de clase
obrera”.
Otra vez el Negro: “El skin tiene que ser algo más que tomar
cerveza, escuchar Oi! e ir a la cancha, tiene que tener un componente político
sólido, rebelde, capaz de interpelar a la sociedad”.
Otra vez el Mono: “Paz entre los pobres, guerra entre las
clases. Para mí es así. Y salir a cazar fachos es una pelotudez. Los fachos que
hay que cazar son tipos como Patti”.
Dice Mariano: “El fútbol y la cerveza siempre están, y
siempre van a estar, pero la violencia, con los años, se va apagando”.
Dice Rodrigo: “La mayoría de los nazis no son skins, andan
de saco y corbata y están en todos lados. Esos son los peores”.
Dice María: “Los periodistas mandan cualquiera. No pueden
entender que seas skinhead y no seas facho”.
A un costado, dueño del porro pastoso que sigue circulando,
con unos pocos ejemplares de un fanzine antifascista recién salido de la
imprenta, está el Moko. Pero el Moko es otra historia.
–¿Moco con c o con k?
–Es con k, pero escribilo como quieras.
El 12 de junio de 2005, el último día en la vida de Iván
Kotelchuk, Esteban Ariel D’Alessandro, el Moko, cumplió 29 años. Dice Esteban
que los estaba festejando en una casa del Gran Buenos Aires cuando Iván murió
desangrado en el bar Dark. Eso dice y eso les dijo a los tipos de Tribunales el
día que se fue a entregar.
–¿Por qué te entregaste?
–Sabía que me estaban buscando, sabía que yo era sospechoso.
El Moko (integrante de Acción Antifascista, aunque él jura
que nunca de la Terror Crew, liderada por su viejo conocido íntimo Ariel
Pardal) quedó detenido y pasó once días en una celda del penal de Ezeiza. Le
dijeron que promovía grupos violentos. Le dijeron que era un sharp y los sharps
estaban en el ojo de la fiscalía. A la semana, dice, no se bancó más. “Me rocié
con agua, me enrosqué un buzo de The Specials al cuello y me colgué. De chico
soñaba con que era injustamente encarcelado y me terminaba matando, mi vieja
sabe. Estuve dos horas tirado en el piso, inconsciente. Cuando me desperté y me
di cuenta de que seguía vivo, grité. Después me llevaron al Borda.”
Desde los 14 años, el Moko trabaja de lo mismo: peón de
descarga. “Igual que mi viejo durante toda su vida, somos como mulas. Nos pagan
por descargar cosas que nunca vamos a poder comprar”, explica. Actualmente,
traslada cajas, después las abre, después reparte los electrodomésticos que hay
en esas cajas: lo hace de lunes a viernes, quince horas al día, aunque él dice
que quince no, que él trabaja 24 x 24. “Porque dormir también es parte del
trabajo. Te despertás y sos un obrero más otra vez”. La changa le sirve para
vivir y para juntar los seis mil pesos que le debe al abogado que lo sacó de
Ezeiza y que lo sigue defendiendo en la causa por el crimen de Kotelchuk.
Tiene los ojos negros bien negros y una mirada sin tibieza.
La boca breve, apretada, la voz áspera, una risa estridente en la que viaja su
deseo de hacerse escuchar. Es, como el Negro, un real skinhead, pero la
distancia de estilos, métodos y objetivos que hay entre los dos los pone en
caminos disímiles para la misma acción militante. Bifurcados, charlan, aunque
resultaría difícil que actuaran en conjunto. El Negro es un cuadro estratégico,
el Moko es un tipo de choque. El Negro piensa, el Moko te la pone. El Negro
siempre fue un antifascista. El Moko, no.
Como Ariel Pardal, el Moko militó entre los skins nazis
antes de reconvertirse y saltar al lado tolerante de las cosas. De hecho, el
Negro y el Moko, que después de las cervezas en Parque Centenario van a
terminar la tarde subidos al asiento trasero de mi auto con rumbo a la cancha
de Chacarita, uno sentado al lado del otro, juntas las dos caras en la banda horizontal
del espejo retrovisor, fueron enemigos carnales y mantuvieron durante años un
enfrentamiento medular. Visto y considerando las últimas noticias, pudieron
haberse matado.
“Hay que creerle que cambió”, va a decir el Negro, para mí
con más espíritu de estratega que de humanista. Y Moko contestará: “Es que el
fascismo es paternalista. Somos la familia, somos los fuertes, tenemos el
ejército, te dicen. Y te comen la cabeza. Logran que no pienses en vos mismo”.
–¿Cómo llegaste al nazismo?
–No te das mucha cuenta. Estábamos en el medio de la
rebeldía, todo el día en la calle, en busca de adrenalina. Sólo me sentía vivo
si estaba con gente como yo. Y me faltaban ideas en medio de ese caos. Entré al
nazismo después del asesinato de Marcelo Scalera.
El domingo 28 de abril de 1996, la Coordinadora Contra la
Represión Policial e Institucional (CORREPI) organizó un recital en Parque
Rivadavia con la intención de repudiar el accionar de la policía y recordar a
Walter Bulacio, su víctima histórica. Al Movimiento Nuevo Orden, que después se
convertiría en el Partido Nuevo Orden Social Patriótico, uno de los partidos
nazis de la Argentina, le pareció que era una buena oportunidad para dar su
batalla y llegó con fuerzas de choque a pudrir el concierto. Juntaron palos,
piedras y se pararon detrás de la multitud, desafiando algo que no tenían del
todo medido. Entonces alguien tomó el micrófono y gritó: “¡Muerte a los
skins!”. La gente agarró los palos y las piedras, los nazis retrocedieron, pero
hubo uno que no retrocedió lo suficiente. Se llamaba Marcelo Scalera y esa
tarde su cuerpo recibió los golpes suficientes como para terminar muriendo diez
días después.
–¿Esa muerte te convenció?
–Es que fijate, el pibe no grita muerte a los nazis, grita
muerte a los skins. Y yo ya era skinhead. Sí, con esa muerte me sedujeron.
–¿Qué siginifica la violencia para vos?
–No lo que significaba antes. Hoy creo que de verdad no
sirve. De todas formas, antes de condenarnos, la gente debería estar contenta
de que haya personas que limpian la sociedad de nazis.
–¿Qué sentís cuando peleás?
–De las peleas viene el respeto. Y del respeto, la amistad.
–¿Te hiciste amigos de los nazis peleando junto a ellos?
–Más de los pibes que de la dirigencia. Algunos me
aguantaron en sus casas y durante mucho tiempo sobreviví comiendo alfajores de
diez centavos.
–¿Qué te sacó de ahí?
–La gota que rebalsó el vaso fue cuando tuve que ir a un
acto a favor de Emilio Massera. Siempre odié a los militares, desde chico fui
anti yuta, pero el sentimiento grupal te va arrastrando. Un día me vi en la
foto de un diario apoyando ¡a un represor de la Marina! Yo no tenía una visión
amplia, me preocupaba más por las peleas, pero empecé a preguntarme ¿soy skin o
soy nazi? Después me fui.
El 12 de junio de 2002, a exactamente tres años de la muerte
de Iván Kotelchuk, Esteban Ariel D’Alessandro, el Moko, cumplió 26 años. Ya
había roto con los nazis, pero lo que él llamaba “evolución ideológica” sus
viejos compañeros empezaron a llamarlo “traición”. Y entonces lo fueron a
buscar.
Al frente de un grupete de diez o doce skins NS estaba
Sikito, líder del grupo filonazi Legión Negra y guía espiritual para tanto
blogger delirante. Se pararon en formación frente a la casa de la familia
D’Alessandro y comenzaron tocar el timbre. El Moko no salió, pero sí lo hizo su
mamá. Un nazi apresurado se tomó la molestia de golpear a esa señora en
chancletas del barrio de Urquiza que salía a ver qué querían los que buscaban a
su hijo. La mujer cayó y se metió en la casa. Cuando volvió a salir, ya no
estaba sola. La familia D’Alessandro adoptó formación de combate en la puerta
de su casa. Esteban, sus dos hermanos, su papá, su mamá y un grito, el grito
del anarco frente al avance del fascismo, un grito de stencil, de pintada
urbana, el mismo viejo grito: ¡No pasarán!
–Así gritaba yo: “¡No pasarán! ¡No pasarán!” Mi vieja al
lado, mis hermanos, estábamos listos para cagarlos a trompadas.
Sikito ordenó avanzar sobre los D’Alessandro. El Moko se
metió en la casa y salió con un machete para cortar zapallos.
–Le tiré un machetazo a Sikito con toda la intención de
cortarle la cabeza. Te lo juro, mi deseo era decapitarlo.
Sikito se protegió y dice el Moko que sintió cómo el filo
del machete pasaba veloz por el antebrazo de su enemigo.
–Ahí los putos se fueron. Quise hacer la denuncia, pero no
pude, el herido era él.
Ir para atrás en el tiempo del moko: de sharp a nazi, de
nazi a punk.
El papá del Moko completó la escuela primaria y la mamá
terminó cuarto grado. Hijos de inmigrantes italianos, soñaban con un abogado en
la familia. Pero no. El nene les creció en democracia: Raúl Alfonsín es para el
Moko un personaje de la infancia. En los primeros 80 nacieron también las
primeras tribus urbanas: hasta entonces no había más que hippies, pero con la
democracia llegaron otras variantes y el Moko, el Mokito, se fue acercando al
skate punk. Tenía 11 cuando le regalaron su primera tabla y lo mandaron a jugar
a la calle. No recuerda por cuántos colegios primarios pasó, pero sí sabe que
en quinto grado no tenía edad para estar quinto grado, que escuchaba Sex
Pistols, Ramones, andaba en skate y cuando podía se iba a ver a quienes todavía
se llamaban Massacre Palestina.
A los 12 cayó por primera vez, fue en la comisaría 39ª. Dice
que ya era punk.
–¿Cómo sabías a los 12 que ya eras punk?
–El verso de la tribu lo fomentan las multinacionales, que
te dicen: “Seguí a tu tribu, no te metas en política”. Y ahí tenés a los
cumbiancha, los futuros votantes comprados con choripanes. Somos todos iguales
y en la comisaría nos encontrábamos todos: punks, heavys, rastas. Era un época
de mucha razzia y empezaba el divorcio.
Grababa casetes en la disquería Rock Show y un día, junto a
los amigos del barrio, formó la UPD, Urquiza Punk Desorden.
–Queríamos independizarnos.
–¿De sus padres?
–No, no, de la Argentina. Queríamos que Villa Urquiza fuera
un Estado independiente.
–Ah, separatistas.
–Sí, pero de Urquiza nada más.
El Moko pide si podemos desviarnos unas cuadras, un toque,
de onda. El Negro pone cara de que no llegamos ni para el segundo tiempo, pero
no dice nada. Vamos por Constituyentes, doblamos a la derecha, el Moko se baja,
Lorena se baja con él, lo despedimos, vamos a volver a verlo unos meses más
tarde, en una parrilla de Luis Guillón, pero no en la marcha del Orgullo Gay,
donde dijo que tenía pensado estar, revoleando botellas de cerveza junto al
compañero Tuqui.
La glosa de una definición punzante, que algunos punks
repiten apenas entrada la charla, dice que, de cerca, el fútbol es fascismo
barrial. Puede ser o no, en todo caso el ingenio de la sentencia la libera de
tener que ser real. Igualmente, el fútbol es un presencia tan abrumadora que
empieza a dejar de notarse, porque todo es fútbol en determinados días y a
determinadas horas de esos días. Y hoy es sábado. Y juega la B.
El Moko es de la hinchada de Ferro. El 97 fue el año de su
fiebre y siguió al Verdolaga a todos lados y en todas las disciplinas: básquet,
fútbol, voley. Puso plata, le pidió entradas al club, esas cosas. Y, ahora, el
Negro carajea porque llegamos tarde y la cancha de Chaca cerró las puertas.
Adentro hay un partido que no vamos a ver, entonces vamos hasta un choritaxi a
dos cuadras de ahí. En una esquina destemplada de Villa Maipú, con un medio
tanque en la puerta humeando bajito chorizos marcados, el bar espera a los
hinchas. Mientras, adentro, envuelta en un aire espeso de parrilla pasada, una
tele transmite en codificado: Chaca le gana a Ben Hur 1 a 0. Faltan quince.
“El verdadero skin Oi! en la Argentina es el rolinga, pibe de
barrio obrero, que le cabe el fútbol y la cerveza. Ocupa el mismo lugar social
que el Oi! inglés, es su análogo”, explica el Negro y cuenta que además de
maquetear canchas y criar abejas, le gustaría editar la Biblia del movimiento,
Spirit of 69: a skinhead Bible , de George Marshall. Es un proyecto que, como
todos los del Negro, está más cerca de la militancia programática, de la
formación de cuadros, que del palo en la cabeza del bonehead. [Bonehead: sust.
m. su traducción, no literal, sería la de “cabeza vacía o cabeza hueca”.] Se
refiere inequívocamente a los skinheads nazis o fachos. “Los boneheads”, dicen
los sharps, los punks, los antifas, y todos sabemos de quiénes estamos
hablando. Es muy común llamarlos así. En la tele, Drobandi hace el gol de su
vida. Chaca 2, Ben Hur 0, partido liquidado.
Volvemos para la cancha. En la esquina de Mitre y Gutiérrez,
a la salida de la popular local, el Negro se para y cogotea. La gente es una
marea que nos pasa por los costados, pero no aparece nadie. El Negro espera
encontrar al amigo con el que va a viajar hasta Grand Bourg, a escuchar unas
bandas punks que tocan en una casona.
Es raro el domingo de un skinhead relajado: de José C. Paz a
Parque Centenario. De Parque Centenario a San Martín. De San Martín a Grand
Bourg. De Grand Bourg a José C. Paz. Hoy hay dos periodistas de la Rolling con
un auto que te llevan y te traen, pero si no (y “si no” es lo habitual) todo es
a gamba, pateando, en bondi, enfrentando con calma las distancias feroces del
Gran Buenos Aires. La geopolítica finalmente existe, porque que uno viva en el
oeste y otro en el sur y otro en Capital y otro en el norte y así, complica la
articulación de movimiento horizontal, sin mandos ni jerarquías, y cuyas únicas
expresiones organizadas hasta ahora han sido las que concretó Acción
Antifascista con sus encuentros en Salón Pueyrredón, pero no más.
Y el Negro, con esa calma, dice: “Si no viene arranco solo”.
De pronto, un pibe rolinguita viene del fondo del gentío, saluda y ahí nos
quedamos hablando. Parece que unos pendejos de Tigre, medio jugados, colaron y
aprovecharon los goles para descolgar un par de banderas. “Después los putos
las exhiben como si las hubieran afanado aguantando”, se queja el rolinguita.
El pibe no viene, tiene que laburar o algo. Hora y media después, llegamos a
Gran Bourg.
La casa es de un chico flaco y de chivita a quien le dicen
Muni, un chalecito tranquilo con pasto adelante y unos árboles en la puerta, a
diez, quince cuadras de la estación. La entrada cuesta dos pesos y en un rato
toca Matacarnero, cuyo bajista va a repartir volantes que me quieren convencer
de que hay que apoyar a los trabajadores del Garrahan. El escenario está dentro
de un garaje reconvertido en sala de ensayo. En la pared hay un cartel de la
Asociación Madres de Plaza de Mayo y su leyenda de siempre: “¡NI UN PASO
ATRAS!”. La gente que da vueltas viene de lugares lejanos, hay punks, rastas,
la verdad que un sharp queda bien en esa diversidad empática.
Las bandas suben, bajan, se prestan bateristas. No está muy
organizado, pero esto es el under y, si lo estuviera, algo andaría mal.
En un costado del jardín, con una bola de sonido difuso
llegando desde adentro, el Negro termina el día revelando su proyecto de fondo,
el más esencial: irse a vivir al campo. Suena a estación terminal del camino
militante, pero está bien. A los 30, el Negro es un antifa veterano, un poco
como de vuelta. Nos vamos. El Negro se queda. Una astuta combinación de tren y
colectivo lo va a dejar después en su casa, o cerca.
Entre la pandilla, la pelicula, el desvarío, la soledad, el
juguete, la fascinación pavota del teenager sin rumbo o el compromiso grave del
sueño antiracista , la ilusión de la pertenencia, la descarga, el combate, la
reafirmación machita, la escasez, la nada. Ahí se mueven varios de los pibes de
uno y otro lado. Ahí se mueven y ahí parecieran irse quedando. ¿Cómo siguen sus
vidas? No hay skinheads neonazis que pasen los 30 como no sean los pocos que
quedaron como jefes de nuevos niños que llegan felices después de comprarse los
borceguíes en la Bond Street. ¿En qué se convierten después? ¿En tacheros que
ponen Radio 10? ¿Y los sharps? ¿Todos siguen el camino del Negro? ¿Se van
envejecer entre gallinas y de vez en cuando, cuando no les parece demasiado
patética, votan a la izquierda?
Que haya pases, que los pases no sean del todo improbables,
permite inferir sin demasiada saña que los movimientos también están cruzados
por cierta inconsistencia ideológica. En ese hábito pendular se funda también
algo parecido a la fragilidad. Quizá no esté mal. Después de todo, tal vez sea
preferible: finalmente, un racista es alguien menos cruel que imbécil, y de la
maldad hay regreso, pero de la estupidez… Así que si alguien vuelve, por mí,
bienvenido.
El proyecto 2005 del Moko fue ocupar, (o mejor, okupar) con
Lorena, su novia, una casa deshabitada en Luis Guillón, cerca del cruce de
Lomas. Pregunta:
–¿Quién dirías que sos?
– Y, yo soy un producto del arroz hervido y las crisis
matrimoniales. No sé ¿vos creés que necesito ayuda?
Las siguientes notas fueron recopiladas de diarios publicados luego de los sucesos del 12 de junio.
Pàgina 12 Jueves, 11 de agosto de 2005
La extraña batalla de los sharps
Son una tribu que usa el método violento de los cabeza rapada, pero en su contra. El caso de la muerte en avenida de Mayo.
Hasta la fiscalía de Martín Nicklison no había llegado nunca un enfrentamiento parecido al que ocurrió hace dos meses en la vereda de un boliche de la avenida de Mayo, en pleno centro porteño. Eran las dos de la mañana. Después de ir al baño de un bar, Iván Kotelchuk se quedó en la puerta con un grupo de amigos de Lanús. Tenía 19 años, el pelo de un centímetro de largo, camiseta blanca, campera de cuero negra y los botines que le había regalado su papá. Un grupo de jóvenes que pasaba por el lugar los atacó al creer que se trataba de skinheads. Aparentemente, uno de ellos lo mató. La Justicia acaba de detener a cuatro de esos jóvenes por el supuesto cargo de “enfrentamiento en riña”.
Noelia es la madre de Iván. Anoche aún se preguntaba qué es lo que había sucedido con su hijo. Iván murió el 12 de junio, alrededor de las 2.30 de la mañana, en la puerta de uno de los boliches de avenida de Mayo al 900 donde confluyen los habitantes de los grupos under del rock. “Iván se fue al centro con sus amigos y su noviecita –dice Noelia–. Paró en un boliche donde pidió permiso para orinar cuando se cruzó con estos demonios.”
Iván había terminado tercer año del colegio secundario. Aunque aún debía tres materias, se preparaba para empezar la carrera de ingeniería mecánica en la facultad. Desde hacía mes y medio trabajaba en la fábrica de Mercedes-Benz con su papá. “Armaban las puertas de los camiones –sigue Noelia–, estábamos empezando a estar bien, pero todo eso se acabó.”
La madrugada del domingo 12 de junio, él era uno de los chicos vestidos con campera de cuero atrapado en uno de esos inexplicables territorios urbanos disputados, en ocasiones, por bandas de filiación neonazi: los skinheads. Estos grupos, conocidos por sus cabezas rapadas, crecieron aquí popularizados como cultores de la violencia racial al estilo de las difundidas por el nacionalsocialismo germano. En Buenos Aires, “son una de las expresiones más claras de los fenómenos de las tribus urbanas, pero diría que caracterizados por una tendencia a la violencia, pautas estéticas muy firmes y, en algunos casos, con una ideología hacia la extrema derecha. Aunque a priori no se puede concluir que sean agresores ni responsables de los hechos de violencia xenófoba”, explica y aclara Pablo Slonimsqui, especialista en discriminación y abogado del Centro Simon Wiesenthal.
De acuerdo con la causa, Iván esa noche habría sido confundido con uno de ellos por otros quince adolescentes miembros de otro grupo conocido como los sharp. Para algunos avezados en la materia, los sharp son skinheads pero antirracistas. No son “neonazis”, sino parte de una tribu nacida con el único propósito de eliminar de la faz de la tierra a los fascistas.
Entre estos sharp estaban los jóvenes detenidos durante el fin de semana pasado a raíz de la investigación por la muerte de Iván. Son Ariel, de 29 años; Juan José, de 19, y María José, de 20, hija de un ex senador de la provincia de Corrientes, recién llegada de Alemania, donde vivió durante dos años y actual estudiante de la Universidad de Buenos Aires. Ninguno de ellos conocía a Iván. Tampoco se enfrentaron con su grupo para saldar una muerte previa, le explicó a Página/12 una fuente judicial. “Se encontraron en algo que terminó convirtiéndose en una riña callejera, una pelea entre bandas distintas”, indicó la fuente.
Iván murió herido de cuatro cuchillazos en el pecho. Sus amigos sufrieron golpes, patadas y la violencia provocada por los puntazos de las botas. Intentaron pedir auxilio, lo hicieron, pero aseguran que ninguno de los propietarios de los boliches de la zona salió a detener el enfrentamiento. La investigación siguió su curso durante los dos últimos meses. El sábado y domingo pasado, el juzgado de Alicia Iermini pidió la intervención de la División Homicidios de la Policía Federal para llevar adelante una serie de allanamientos en la Capital Federal, Villa Dominico, San Fernando e Ituzaingó, en la provincia de Corrientes. Los tres jóvenes quedaron detenidos tras los operativos. Y tras sus detenciones, el lunes se presentó en el juzgado otro adolescente para entregarse por decisión propia. Alguien cercano a los detenidos ayer insistió con una aclaración: son parte de un grupo “skinhead” que no es “neonazi”, sino que –por el contrario– se consideran “antifascistas” y llegaron a tener enfrentamientos con otros “cabezas rapada” racistas y xenófobos. Aparentemente ese mismo extraño sentido de justicia los llevó hasta avenida de Mayo el domingo 12 de junio.
La fiscalía de Nicklison hasta ahora no había intervenido en un caso en el que se produce una muerte por enfrentamientos entre estas bandas. Aunque después de una consulta, una fuente de la fiscalía admite que los casos no están en expansión como para plantear la existencia de “una batalla campal”, admite que se trata de un “emergente social” como otros, como cada muerte, como cada enfrentamiento callejero.
Pablo Slonimsqui asegura que no hay datos sobre números ni afiliaciones de los grupos, pero explica que los jóvenes advierten en las tribus la posibilidad de encontrar una nueva vía de expresión, un modo de alejarse de una normalidad que no les satisface y, ante todo, la ocasión de intensificar sus vivencias personales y encontrar un núcleo graficante de afectividad. “Un cobijo emotivo –dice– por oposición a la intemperie urbana contemporánea.”
Diario Clarin Miércoles 12 Marzo 2008
Una testigo complico a cinco "skinheads" acusados de matar a un joven en un bar
Una testigo complico hoy durante un juicio a cinco jovenes "skinheads" acusados de haber matado a puñaladas y patadas a un adolescente cuando salía de un bar del centro porteño, en 2005. Se trata de Analía Roxana Costarelli, camarera del bar "Dark", donde asesinaron a Iván Kotelchuk, de 19 años, quien habitualmente se reunía con sus amigos en un local de Avenida de Mayo al 900. Costarelli indicó que Kotelchuk estaba en la puerta del local con un grupo de conocidos y, de pronto, se desató una pelea y la víctima quedó en el medio.Ivan Kotelchuk, de 19 años, muriò tras ser golpeado y apuñalado en un local de Avenida de Mayo al 900, en junio de 2005. Durante la audiencia de hoy, una camarera dio detalles de una pelea que implico a los cinco sospechosos.
La testigo relató que al ver la pelea, le aconsejó a la dueña del bar que llamara a la Policía y luego cerrò con llave la puerta del local: "Vi que había una pelea. Entonces le dije a la dueña que llamara a la policía. En eso escuchó un fuerte golpe y vi a un grupo de gente pegándole piñas y patadas a un chico, por lo que fui a cerrar la puerta (...). Cuando iba a cerrar la puerta, veo que unos chicos entran a Iván semiinconciente y lo sientan en la escalera del bar".
"Cuando las personas que estaban en el local vieron cómo entraban a Iván también llamaron a la policía. De pronto veo que el amigo de Iván me mira raro y me muestra que tenía ensangrentado el cuerpo", describió la camarera. La testigo indicó que los agresores de Kotelchuk solían concurrir al bar, que se autodenominaban "skinheads" y que eran agresivos con las camareras y otros clientes. El grupo acusado está integrado por Ariel Pardal, alias "El Pelado"; Julio Ramundo, alias "El Negro Julio"; Matías Rodríguez Suárez, alias "El pollo"; Baltazar Moyano, alias "Sandobal", y Luis Roldán, alias "Fiambrín".
Tres de los jóvenes se negaron a declarar ante los jueces, en tanto que otros dos negaron su participación en el hecho. Los acusados, de entre 22 y 30 años cuando se cometió el crimen, pertenecían al grupo "skinheads variante sharp", cuyas siglas en inglés significan "skinheads contra los prejuicios raciales". Según la investigación realizada en la instrucción de la causa, la noche del 12 de junio de 2005, el grupo asesinó a golpes y puñaladas a Kotelchuk frente al bar "Dark", ubicado en Avenida de Mayo y Piedras, en pleno centro porteño.
El local era lugar de reunión habitual de jóvenes seguidores de la "cultura dark", cuyos miembros son conocidos por su "falta de agresividad y por su comportamiento máss bien retraído y melancólico", entendió el fiscal Martín Niklison. El fiscal señaló que la víctima, que estaba a punto de comenzar a trabajar con su padre en la automotriz Mercedes Benz, se encontraba allí junto a un grupo de amigos y su novia, aunque no era un ferviente adepto.
A las 2.15, un grupo de 15 jóvenes, vestidos como "skinheads", provocaron a uno de los amigos de la víctima para que se peleara. Peor luego agredieron a Iván, lo tiraron al suelo y lo golpearon de manera salvaje. Los médicos del SAME que llegaron al lugar comprobaron que el joven había muerto y verificaron ocho heridas punzo-cortantes, una de ellas sobre el lado izquierdo del pecho, de unos diez centímetros de profundidad que le perforó el corazón.
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